La ermita de
Triquivijate
(En blanco y negro)[i]
El patronazgo de los agricultores majoreros
se reparte entre San Andrés y San Isidro Labrador.
El primero, como sabemos, fue elegido por
sorteo en reunión cabildicia de principios del siglo XVII: se le intentó
levantar ermita en El Esquey, paraje situado junto a antiguo linderos de vega,
entre Antigua y Valle de Santa Inés; pero, al final, su santuario se erigió en
el Valle de la Sargenta ,
Tetir, a mediados de aquel siglo.
San Isidro, por su parte, aquel que se festeja en la pradera
madrileña, tiene su “casa” majorera en el pueblo de Triquivijate, a pocos
kilómetros de Antigua, en rumbo nor-noreste. Se trata de un primitivo
asentamiento que surgió también en los confines que deslindan la zona de vega y
la zona de pastos en aquella parte de Fuerteventura.
Allí, ya desde principios del siglo XVIII, se
apreció un cierto auge en la población que, por entonces, decidió erigir su
propia ermita.
La inquietud vecinal la encabezaba, entre
otros, Francisco Andrés Gopar, Ignacio González, Juan Pérez Coba y Diego Lara.
Ellos fueron los que obtuvieron la licencia para levantar el templo el 6 de
marzo de 1713.
El obispo Conejero de Molina, con fecha 19 de
septiembre de 1714, dictaba auto para que don Esteban González de Socueba,
vicario de la Isla
de Fuerteventura, pasara desde la
Villa de Betancuria al pago de Triquivijate y bendijera la
ermita; lo que hizo el día 17 de marzo de 1715, dos años después de otorgada la
licencia.
Entre sus vicisitudes administrativas desde
el punto de vista religioso, esta ermita, junto con la de San Pedro de
Alcántara, en la vecina Ampuyenta, estuvo encartada entre las posibles a
convertirse en sede parroquial cuando se proyectaba la nueva distribución de
jurisdicciones de finales del siglo XVIII; no obstante, aquella posibilidad
solo anduvo por la mente del personero Miguel Blas Vázquez. Lo cierto es que,
entre los lugares céntricos para la erección de la nueva parroquia fue elegido
el de La Antigua
en 1785, en cuya jurisdicción quedó integrada la aldea que nos ocupa.
Pero volvamos a los origines. La primera
visita que cursó el obispado al templo de San Isidro Labrador la hizo a través
del licenciado Baltasar Pérez Calzadilla, el 20 de marzo de 1718. Con ella se
enlegajó su libro de fábrica, al que se fueron incorporando los documentos que
harían la historia del pueblo.
De esa forma, el día del patrón de 1720, se
hizo constar entre las notas que incorporaron al libro, que la ermita tenía
como bienes suyos una marca de ganados donada por Amador de La Cruz , describiéndola del
siguiente modo: “una higa al revés en una oreja y en la otra dos garabatos
parejos”.
De las anotaciones que hacía el mayordomo de
la ermita, se deduce, además, que el ganado, preferentemente camellos, constituyó
la principal fuente de ingresos para el mantenimiento del templo. A finales del
XVIII, en 1792, se contaban 19 camellas grandes con sus crías y 11 camellos
entre grandes y pequeños; todos a cargo del pastor del pueblo que cuidaba
también estas reses y cuyo pago del servicio todos contribuían.
Sobre la construcción del templo sabemos que
ya en 1715 se había concluido la nave; que hacia 1740 se tapaba la sacristía,
recordándonos que el mayordomo que el carpintero que allí trabajó cobró 109
reales.
Sin embargo, el piso de arenisca que
colocaron los enlosadores Joseph y Pedro Machín en la década de 1740, fue
arrancada y sustituida en 1980 por el piso de granito que hoy vemos en aquella
ermita.
Por aquellos años del XVIII se levantó
también la espadaña del campanario, que según nos cantaba su mayordomo, le
costó 250 reales; y por los mismos años, 1753-1764, se levantó el muro almenado
o barbacana que, al igual que la de Ampuyenta o Tefía, luce esta ermita en la
actualidad. Les costó levantarlo 2.336 reales.
En 1980-82 visité por primera vez a esta
ermita. Nada más entrar me atrajo la mirada su retablito, concebido en tres
cuerpos verticales y decorado en abundante filigrana dorada sobre fondo rojo;
una hornacina ocupaba y ocupa el centro, flanqueada por sendos lienzos sobre
tabla. A los pies, en su basamento, una inscripción pregonaba el año de
ejecución y el mayordomo que lo pagó.
Lo contrasté con la documentación y,
efectivamente, dicho retablo se construyó en 1756, siendo mayordomo Diego León
Borges; le costó, según escribía, 12 fanegas de trigo por la madera, 3 fanegas
del mismo cereal por los clavos, 48 fanegas de trigo los jornales del
carpintero por su hechura, y 120 fanegas el oro y los colores, donde incluyó el
salario del pintor que lo doró.
Casi de las mismas dimensiones del retablo
fueron dos grandes cuadros de la vida de San Isidro labrador que se compraron
en 1753 y que se colocaron a ambos lados del altar, en las paredes laterales.
Me consta que allí estaban los dos en 1980, aunque uno de ellos estaba
enrollado en la sacristía.
Y junto a los lienzos que acabamos de
mencionar, los del retablo: uno de San José con el Niño, al lado de la
epístola, y otro de San Juan Bautista, al lado del evangelio; ambos, como se
dijo, lienzos sobre tabla.
Junto a la imagen del santo patrono, la
hechura de ángel presente en la ermita desde al menos 1740: se representa con
una yunta en ademán de arar, sobre peana de palo y su reja de plata,
actualmente a los pies de San Isidro.
Algunos de los cuadritos de una larga serie
que aparecía registrada en un inventario de 1764, recogía, entre otros, los de la Virgen del Rosario, el
Señor de la Humildad
y Paciencia, Santo Domingo, dos de San Antonio, dos de la Inmaculada Concepción ,
la Candelaria ,
las Ánimas. De un total de 14 lienzos inventariados no había ninguno en 1980.
El grupo comunitario del pueblo, a principios
de la década del 2000, acuñó un nuevo término para contar sus vivencias y la
historia del caserío: “triquivijateando”, y lo llevaron a la cubierta y portada
del libro que coordinó, entre otros, María del Ángel Sánchez, publicándolo el
ayuntamiento de Antigua en 2004, con un añadido, “de Tirajana al Espino del
Cuervo.
Copyright: Francisco Javier Cerdeña Armas
[i] De nuestro trabajo: Recorrido histórico por
nuestras ermitas. Publicado en el semanario La Voz de Fuerteventura, nº 24, el 27 de mayo de
1988.