lunes, 31 de octubre de 2011

Cuando miro para el convento de Betancuria...

Las ruinas franciscanas de Betancuria (Fuerteventura)

La austeridad franciscana se siente en cualquiera de las ermitas de Fuerteventura. Son pequeñas y reproducen un esquema ancestral seguido por los hermanos de la Orden Seráfica desde su implantación en Canarias.
Y en este sentido, el cenobio de San Buenaventura de Betancuria es la primera casa abierta por una orden monástica en las Islas: Las huellas actuales que las circunstancias nos “venden” como ruinas, no son las primigenias, sino el fruto de la reconstrucción acometida en el último cuarto del siglo XVII.
Me refiero a la muralla que rodea la iglesia conventual y las cimentaciones de las celdas que vagamente se adivinan al norte de aquella, junto a una pequeña huerta. Insisto: son el resultado de la obra que allí se emprendió a finales del siglo XVII; como se hacía en toda Betancuria y los vecinos templos del Valle de Santa Inés y de la Vega de Río Palmas, afectados por la incursión berberisca de 1593.



Los orígenes y la historia del convento de Betancuria se gestaron muy lejos del solar majorero, en medio de un cisma y del proceso de conquista del Archipiélago Canario. La búsqueda de nuevas tierras y de riquezas se unió a la conquista de almas: Los clérigos que acompañaron a los normandos acometieron poco más que la construcción de los primeros templos de Lanzarote y de Fuerteventura.
Fray Juan de Baeza y Pedro de Pernia luchaban lejos de estas islas por conseguir la bula que les autorizase la apertura de una casa franciscana desde donde curar las almas de los conquistados, lejos del hierro y de la sangre, llegando a planear hasta una nave distinta de las de los conquistadores para rescatar de las zonas de conflicto a los aborígenes supervivientes para adoctrinarlos en Betancuria… Pero la nave y las ilusiones de Fray Juan de Baeza parecieron petrificarse en la Villa, varada en el tiempo sin tiempo, arrinconada, lejos de la rueda de la Historia, hasta nuestros días.
Están lejos las jornadas en que las campanas de las iglesias del convento y de San Diego sonaran en los valles de Betancuria; lejano el bullicio de la festividad de San Buenaventura; casi olvidadas las predicaciones de los monjes en las festividades de los distintos pueblos de la isla… Los frailes convivían con la gente llana y padecían las mismas desgracias y hambrunas que aquella… Cuántas cosas se perdieron en los años de la desamortización, se lamentaba don José Lavandera en su artículo sobre la iglesia del convento publicado en la revista Almogarén.


Foto publicada en el archivo fotográfico de la FEDAC del Cabildo de Gran Canaria, donde la iglesia conventual aún mostraba sus techumbres y espadaña...
Cada vez que visitamos Betancuria se nos aparece esta triste joya de nuestro patrimonio histórico y artístico languideciendo, acunada ya por el  quejido de siglos, mezclando su dolor con el ruido que en la intemporalidad del olvido hacen las tejas que caen, las maderas que chirrían. Las voces de los gañanes se adivinan en medio del polvo y de las siluetas camellares, todos mandados por sus amos en las oscuras noches de expolio.
De aquella pesadilla aún emergen las paredes de la iglesia, solo las paredes, pues ya no quedan losas, ni canterías; y las pocas arquerías semejan las cuadernas de una vieja nave ya volteada, aquella que fuera la ilusión de los monjes fundadores y que ahora naufragan en otros mares que se mecen entre desidia y olvido.
Con restos como estos, testimonios sublimes de una ingente empresa histórica, la isla debiera convertirse en cuna de la evangelización de Canarias y, por ende, rescatar de alguna forma todo este patrimonio para ponerlo en uso, otro uso, sobre tan respetable solar.
Y la ermita de San Diego, con elementos arquitectónicos de la etapa normanda constituye un ejemplo de pervivencia, pero también clama la atención para que se la revalorice pues aún sigue sacralizada, sin duda.

Claro, después de una evocación como la que precede, ¿Qué pedir para este rincón del patrimonio histórico de Fuerteventura, si apenas tenemos imágenes de cómo fue aquello?- Se preguntarán algunos.
El ingeniero Leonardo Torriani, en un mapa de finales del XVI y Cassola en el XVII, nos aportan una idealización de cómo pudo ser la villa histórica, pues en su cartografía podemos rastrear las construcciones religiosas de la Villa. Y el P. Quirós nos describe el convento pues allí estuvo a principios del XVII.
Pero es quizá el P. Inchaurbe el que nos aporte más datos de esta casa conventual en Betancuria, alumbrándonos nombres de los monjes, de los guardianes, de los templos que atendían… Pero dicen que la historia de los Franciscanos en Canarias está por escribirse.

Insisto: ¿Nos podemos contentar con seguir citando a esta joya del patrimonio histórico en Betancuria como las “ruinas del viejo convento” cuando la Villa es “conjunto de interés histórico artístico desde 1979?
La verdad es que me da un cierto repeluz cuando, entrando a la Villa desde la Vega nos encontramos con el macizo roto en un afán extractivo por la piedra ornamental que esconde esta ciudad histórica… Ruinas y voracidad extractiva, hoy felizmente parada, dan una mala imagen a un conjunto para el que demandamos la capitalidad histórica de Canarias…

lunes, 24 de octubre de 2011

El pesquero "Estrella Blanca" embarrancado en Las Salinas del Carmen, (Antigua, Fuerteventura): 1962

El pesquero “Estrella Blanca” se pierde en la costa de Fuerteventura, entre Las Salinas del Carmen y La Torre, 1962.

El “Estrella Blanca” fue otro de los buques que vino a encallar en la zona del Castillo de Caleta de Fustes, aunque en este caso más cerca de La Torre. La Baja del Castillo rascó la panza de muchos barcos que tocados avanzaron hacia el sur o cayeron allí mismo, frente a la punta.
Juan José Felipe Lima, en su crónica para el diario Falange, de 12 de enero de 1962 recogía el incidente del “Estrella Blanca” en estos términos:
“Sigue reinando el viento del norte. Esta brisa, que obligó al “Estrella Blanca” a acercarse a tierra, intentando perjudicar lo menos posible al cargamento y que ha sido causa de su perdición, sigue arremetiendo. Calma un poco, sobreviene luego la virazón y ya la tenemos encima.
Mirar el barco da pena. Ofrece, al amanecer, una bella estampa, como la que aquí ofrecemos, obtenida cuando llenaba la marea. En pleamar parece querer desprenderse de las garras atenazadoras de las rocas de la bajamar, pero no es posible porque las costas son así, devastadoras. Por otra parte la brisa continúa machacando, como queriendo destruirle. Todo parece ponerse en contra y el salvamento aún no sabemos si será posible.
Mientras quince hombres apartados más tiempo aún de sus esposas o de sus madres, preocupadas con su suerte, deambulan por la capital de Fuerteventura con ropas adquiridas en el bazar, vestuario de circunstancias, porque la suya con sus demás cosas –esas decenas de cosas del hombre de mar que se prepara para vivir apartado del mundo durante meses-, han quedado a bordo. Allí mismo, muy cerca de algunos peñascos, a la altura de Las Salinas, de la costa [oriental de Fuerteventura] donde el Estrella Blanca representa la transición entre la tierra y el mar, la quietud del suelo o la incertidumbre de las olas.
Una vez más se ha puesto de manifiesto la solidaridad de las gentes en los casos de apuro. En esta ocasión ha habido actos de heroísmo, actos de abnegación y actos, en fin, del más tierno sentimiento de confraternidad; la confraternidad que tiene la gente de mar para la gente de mar, porque sabe de su eterna penitencia de lucha contra el indomable elemento.
Primero, el arrojo y la serenidad de un hombre, permite el salvamento. Pedro Peña Rodríguez, de Las Salinas [del Carmen], apercibido de la presencia del barco, se acercó peligrosamente a él como Dios le dio a entender. Pedían auxilio ¿Qué podría hacerse? El Estrella Blanca estaba a unos treinta metros del escollo más próximo y el oleaje batía la costa. Con los medios normales no podían alcanzarse unos ni el otro. Había que idear algo. Entonces es cuando nuestro hombre recuerda que hay en el pueblo una caña de lanzar y va en su busca, con ella cobra una guía, de la guía se prende un cabo y, por el cabo, fueron descendiendo los quince hombres. Al saltar a tierra, después de dar gracias a Dios querían besar la caña de lanzar y abrazar a su salvador.
Después el gesto, también encomiable del comandante militar de Marina, ayudante de Fuerteventura don José Segura Torres que les acomodó en las dependencias de la Ayudantía de Puerto del Rosario, avalándolos para adquisición de ropas, en unión del representante del Comisariado Español Marítimo, don Santiago Hormiga Domínguez.
Lo de hoy, lo último, finalmente, se refiere a la visita del Ingeniero naval. El señor Arlet ha subido a bordo, en esta mañana, aprovechando la marea vacía. Ayer no fue posible. Hoy el tiempo amainó algo y el perito del Comisariado, empeñado en la aventura de subir al barco, consiguió hacerlo, dentro de un balde, que venía a ser una especie de improvisado funicular, ue se deslizaba por una cuerda, fijada desde tierra. Aproximadamente como lo hicieron los marinos, con la única diferencia del balde, de la hora –ellos tuvieron que hacerlo a las doce de una noche oscura como boca de lobo- y con distinto estado de ánimo.
Por lo que se ve, al resultado de la inspección nos referimos, no hay posibilidad de salvar al Estrella Blanca que, como otras tantas embarcaciones, pagará a su elemento el tributo póstumo.”
Ilustran el artículo dos fotos del buque siniestrado:


En el pie de la primera se dice: Las rocas de la bajamar, con sus garras atenazadoras, tienen aprisionado al Estrella Blanca. En esta situación, el continuo embate del oleaje y de la brisa, acabarán por destrozar el barco. Según la inspección técnica verificada, las posibilidades de salvar al Estrella Blanca son muy escasas.

En el de la segunda: El perito del Comisariado, en improvisado funicular ha subido a bordo del Estrella Blanca. En parecidas circunstancias, valiéndose solo de un cabo tendido desde el barco a tierra, gracias a la iniciativa de Pedro Peña Rodríguez, que lo consiguió valiéndose de una caña de lanzar, fueron salvados los quince hombres de la tripulación, deslizándose por él a tierra, en la oscuridad de la noche que hacía más dramática la situación.

El barco que naufragó la noche del siete al ocho de enero, día domingo, de 1962, en torno a las veinticuatro horas era un motopesquero de 266 toneladas, matrícula de Vigo con base en Cádiz. Llevaba a bordo quince tripulantes, casi todos marineros de Huelva.
Se trata de un buque con casco de hierro, construido en 1951 en los astilleros de Vigo e iba, en el momento del incidente, con destino a Cádiz, después de haber colmado sus capturas en el banco canario sahariano.

En medio de un fuerte temporal del norte la embarcación buscaba el resguardo de la tierra, desconociendo su capitán, como tantos otros en otras ocasiones, la existencia de una baja al sur de Caleta de Fustes que lo hizo naufragar. Es posible que allí se produjera una fuerte brecha en su casco, razón por la que el capitán decidiría arrimarse a tierra en busca de un lugar donde rescatar lo que fuera posible en pro de las vidas de su tripulación y del buque.

Desde tierra seguían algunos vecinos la evolución del buque, ofreciendo cuanta ayuda pudieron durante casi cinco horas; eran en su mayoría de Las Salinas y braceros que trabajaban en las plantaciones tomateras del tablero de La Torre. Se sirvieron de una caña de lanzar que tenía uno de ellos en Salinas del Carmen, para enganchar los cabos del barco a tierra, estableciéndose una tirolina por la que fueron rescatados los quince tripulantes.
A bordo quedaron sus pertenencias junto a unas doscientas toneladas de pescado, principalmente merluzas.
Dada la proximidad del barco a tierra, apenas 15 o 20 metros, y la persistencia del temporal, poco se pudo hacer por el rescate del cargamento, máxime cuando el boquete producido en el casco ya deja salir su carga que todo lo invade, razón por la que la Autoridad de Marina y la Comisaría de Averías han adoptado las oportunas medidas de garantía.

martes, 18 de octubre de 2011

Majoreros contra corsarios ingleses, 1740

Cada año, por el mes de octubre, se conmemora en el municipio de Tuineje la victoria sobre los corsarios ingleses que se atrevieron a adentrarse en el territorio de Fuerteventura. Una fiesta jurada que el antiguo ayuntamiento insular o cabildo se comprometió a mantener en la memoria colectiva; los despojos de la batallas de Tamacite y El Cuchillete se distribuyeron, llegándose a inventariar un trozo de bandera inglesa en el libro de cuentas de la ermita de Agua de Bueyes, cuya compañía de milicias estuvo presente en los enfrentamientos de 1740, como las de Pájara, Antigua, etc.


El episodio histórico, profusamente tratado por Antonio Bethencourt Massieu y Aurina Rodríguez en su libro Ataques ingleses contra Fuerteventura, 1740, y calificado como fiesta de tipo histórico por el especialista Felipe Bermúdez Suárez, ha merecido la declaración de Bien de Interés Cultural con categoría de ámbito local por decreto 102/2007, de 15 de Mayo, por la Comunidad Autónoma Canaria.
Pero quién juró la fiesta en honor a San Miguel Arcángel fue el cabildo o antiguo ayuntamiento insular, con lo cual el ámbito tal vez debió extenderse a toda Fuerteventura, en el sentido histórico que apunta Bermúdez Suárez en su obra.

Y con la extensión al ámbito insular, la facilitación de más ayuda y asesoramiento, en la misma medida que se dispensa a la restauración y consolidación del patrimonio inmueble y mueble, por ejemplo de nuestras iglesias. Hay, considero yo, argumentos más que suficientes para potenciar tan singular celebración de Fuerteventura... y que se vuelvan a escuchar los Cantares de Tamacite y del Señor San Miguel por toda nuestra geografía, como lo pudimos ver y oir en la década de 1970 en el Colegio Sagrado Corazón de Puerto del Rosario, seguramente con muchos menos medios que ahora.
Yo suelo asistir a la conmemoración de estas efemérides y siempre escucha uno las críticas a la exactitud histórica de los vestuarios, las escenificaciones... ¡Aquí hay un campo que regar! ¿no?.

lunes, 10 de octubre de 2011

El legado bibliográfico de Ramón Castañeyra Schamann, 1973

Ramón Castañeyra Schamann, (1896-1973), dona su biblioteca al Ayuntamiento de Puerto del Rosario.


Hijo de José Castañeyra Carballo y de Dolores Schamann Medina, nieto de Ramón F. Castañeyra (1843-1916), el que nos ocupa fue el amigo de Miguel de Unamuno durante su destierro en la isla.
Autodidacta e intelectual inquieto, heredó de su abuelo la pasión por la lectura y sus desvelos por la isla y, sobre todo, por el Puerto; aficiones de las que no le apartó su dedicación al comercio y a los cargos públicos que ocupó, como el de Delegado Insular del Gobierno de la Monarquía en el año 1923.
Su casa albergó una de las bibliotecas más importantes de la isla en la primera mitad del siglo XX. Y allí leyó y escribió el ex rector de la Universidad de Salamanca sus colaboraciones con la prensa y las revistas de Hispanoamérica durante su confinamiento en Fuerteventura.
Dicen los que conocieron a don Ramón que fue de gran humanidad, que siempre mostró un gran cariño por su tierra, por Fuerteventura, siguiendo la tradición de Ramón Fernández Castañeyra; fue un contumaz lector y mostró interés por nuestra historia y nuestras costumbres, acogiendo en su domicilio a cuantos viajeros de relevancia  científica pasaron por la isla o establecieron correspondencia con él.
Desde Unamuno hasta los liberales del llamado Contubernio de Munich, pasando por otros desterrados como el anarquista Buenaventura Durruti.
Su casa, la morada que acogió al escritor y filósofo vasco en 1924, estaba realmente ubicada donde hoy se levanta el edificio Unamuno, esquina de las calles Virgen del Rosario y Fernández Castañeyra.


Al decir del profesor y amigo de don Ramón, Rosendo Marrero García, comparando esta vivienda del viejo Puerto de Cabras con la iglesia del Convento de Betancuria, el inmueble debió mantenerse como parte del Patrimonio Histórico de la ciudad.


Y con la casa –escribió Matías González García-, una excelente y bien nutrida biblioteca estuvo generosamente a disposición de cuantas personas llegaban a la isla con alguna inquietud política o intelectual.
La muerte de don Ramón Castañeyra Schamann en la madrugada del 18 de abril de 1973, desveló su decidido interés por la isla en general y por Puerto del Rosario en particular. Al abrirse su testamento, en mayo de aquel año, pudo leerse en su primera cláusula que donaba su biblioteca al Municipio de Puerto del Rosario, para la biblioteca pública de la ciudad; y con ella los enseres y condecoraciones que le dejara Unamuno en 1924 y las suyas propias, de las que no gustaba vanagloriarse.
La perspectiva de los años nos induce a pensar que quienes apostaron por conservar el inmueble y la biblioteca de Castañeyra, se vieron defraudados: la vieja casa dio paso a un edificio de unas cinco plantas y el legado bibliográfico, por vicisitudes de la intrahistoria local –pasto de futuras investigaciones-, quedó finalmente disgregado, conservando dos partes visibles, una en la Biblioteca Municipal de Puerto del Rosario y otra en los departamentos de Biblioteca y Archivo del Cabildo Insular de Fuerteventura…
Sin dudas se desoyeron los principios de procedencia documental que aconsejan siempre mantener unido, siquiera por respeto a la última voluntad del testador y benefactor del municipio, un legado como el que tratamos.
El patrimonio bibliográfico de don Ramón entró en la Biblioteca Municipal de Puerto del Rosario cuando ésta se ubicaba en la planta baja de la entonces Delegación Insular de Gobierno. Allí pude ver varios bultos llenos de libros que doña Josefa Castañeyra Schamann, hermana del testador, iba incorporando al registro general y subiendo a los anaqueles del establecimiento… Allí estaba la Ilustración Española y Americana, La Aurora, la Revista de Historia Canaria, la del Museo Canario; ediciones príncipe de Unamuno, de Ortega y Gasset, de Azorín, de Marañón, de Pío Baroja, de Machado, de Juan Ramón Jiménez, de García Lorca… con ex libris, anotadas y subrayadas por un autodidacta como fue Castañeyra, quien escribía en 1967: “¿Qué podía hacerse en mis tiempos en Fuerteventura? Gracias que he tenido la obsesión de leer continuamente. De buscar, de sondear sin descanso cuanto he podido”.



En muchas de aquellas publicaciones, especialmente en las periódicas, lujosamente encuadernas por el abuelo de don Ramón Castañeyra Schamann, me encantaba leer los recortes de prensa con los artículos que aquél escribiera muy joven para periódicos como el Eco de Comercio, de Santa Cruz de Tenerife, entre 1860 y 1864…
En la década de 1980, apenas diez años después del legado, la Biblioteca pasó a un local de la calle Doctor Mena, esquina a Comandante Franco, mientras se aprobaban los planos y proyecto de la actual sede en calle Ramiro de Maeztu número 1.
Fue precisamente en ese intervalo de traslados, cuando el legado se trasegó en “beneficio” del Cabildo Insular de Fuerteventura, volcado a la sazón en levantar un archivo y una Biblioteca “Canaria”, además de la Casa Museo Unamuno, habilitada casi doscientos metros más arriba de la de Don Ramón, en la calle Virgen del Rosario.
Treinta años después me sigo preguntando si mereció la pena romper la integridad del legado…
Hago esta reflexión desde la frustración de no ver, por ejemplo, el Semanario La Aurora que dirigiera el padre de don Ramón, José Castañeyra Carballo, microfilmado –como entonces se decía- o digitalizado -como ahora decimos-, al servicio abierto de todos, pues a un periódico de aquellas características una colección completa (1900-1906) de 295 números y encuadernada por su abuelo en varios volúmenes, se le presume una vocación de difundir la cultura y las ideas, una vocación de universalidad.
De este semanario pasó el centenario de su aparición y el de su desaparición, fechas sensibles para recordar y enorgullecer a un pueblo que vio el primer periódico impreso de la isla. Pero ni por esas. Sólo un artículo de J.J. Darias en el diario La Provincia desveló la efeméride, pero ahí sigue el municipio sin sus microfilmes, sin las imágenes digitalizadas, sin los originales de una espléndida colección.

jueves, 6 de octubre de 2011

Puerto de Cabras cambió su nombre en 1956

En marzo de 2006 se conmemoraban los 50 años del cambio de nombre de Puerto de Cabras por el de Puerto del Rosario y allí intervine con una disertación en la que incluí esta pequeña ficción de lo acontecido medio siglo antes, convidando a la audiencia a ser cronistas de aquella época:
.- “Era una mañana del 19 de marzo de 1956 cuando, un nutrido grupo de personas escuchaba en la Plaza Domingo J. Manrique a quien desde la ventana del que fuera consistorio, les lanzaba una soflama. A sus espaldas el mar acostaba las cansinas olas en la playa del muelle chico; junto a él las soñolientas barcas descansaban del duro bregar marinero.
Había banderas en cada elemento urbano capaz de soportar el cordel o de servir de mástil. Una pequeña guarnición militar formaba sobre los adoquines del viejo muelle esperando las órdenes de quien allí les mandaba. Un grupo de señores trajeados mantenían posturas igualmente marciales, dirigiendo las miradas hacia el ventanuco que servía de tribuna.
“Dignísimas autoridades, señoras y señores, el objeto de tenerles aquí reunidos –dijo aquel orador- no es otro que el de cantar; si digo bien, cantar –si no gritar- en medio de esta explanada que vio nacer nuestro pueblo, que Puerto del Rosario es ya la capital de Fuerteventura. Por fin se han oído nuestras plegarias, las inquietudes de un pueblo han sido –como no podía ser de otro modo en esta Nueva España- escuchadas por el Gobierno de la Nación quien en su reunión del pasado día dieciséis aceptó y aprobó que Puerto de Cabras cediera y claudicara su onomástica a favor de la que hoy celebramos.
“Por fin nuestras gentes (continuó) dejarán de ser las cabras del Puerto y nosotros… nosotros, nos llamaremos en adelante rosarinos, rosarieros o, simplemente gente del Puerto y de la capital.

[Foto publicada por Enrique Nácher]
“Demos pues la bienvenida al nombre de esta ciudad, al nombre de este municipio y enterremos para siempre el ignominioso e insultante que llevaba y que de comerciantes y capitalinos  nos convertía en cabreros.
“Quienes aquí nos reunimos hoy –prosiguió aquel señor- debemos aclamar que Puerto nunca fue de Cabras, que esto no fue costa o dehesa común, que aquí no hubo gambuesas, corrales concejiles ni abrevaderos en la fuente de la carnicería; que lo que consignaban los mapas del siglo XV como cala o puerto no se refería a este rincón de Fuerteventura, sino al barranco de Río Cabras, si acaso… Los cartógrafos bajomedievales se equivocaban; la capraria clásica fue pura fábula.”
El alcalde de la localidad era quien gritaba de aquella forma, quienes le coreaban eran los funcionarios y autoridades civiles y militares; sus compañeros de corporación eran los que se situaban más próximos”
“Casi un año atrás habían decidido que no habría referéndum, que bastaría con apañarse una consulta individualizada a todas las autoridades y funcionarios, mientras en las escuelas los chiquillos y las chiquillas agotaban las tizas copiando una y mil veces el nuevo nombre de la localidad. Había que sepultar sin ambages el indecoroso nombre de los cabreros y así lo publicaron en el Boletín Oficial de La Provincia, como queriendo dar a conocer sus intenciones, pero sin gritarlo mucho, bajito y plegados al procedimiento estrictamente administrativo”.
“Eran tiempos anodinos, de nacionalcatolicismo, de beaterías y pueblerinismos, propios de una mentalidad anclada aún en los privilegios del pasado: en la vecina Lanzarote, por ejemplo, también el Puerto de la Tiñosa (fíjense qué nombre, mascullaban) sucumbió cambiado su rótulo por el de Puerto del Carmen, en el municipio de Tías. Hasta la Real Academia de la Historia hizo coro y respaldó la iniciativa de aquella corporación majorera en su informe de febrero de 1956. Las cartas estaban echadas, y uno y otro nombre fueron cambiados en pro de la hagiografía mariana”.
                Dejemos el relato, abandonemos nuestra ficticia ocupación y acerquémonos a lo que de aquella decisión quedó  en los archivos y en la bibliografía para conduto de la memoria colectiva:

Con el refrendo del Consejo de Ministros de hace cincuenta años, las autoridades locales lo gritaron en público y sus voces se propagaron encontrando el lógico y amortiguado eco en la prensa escrita: Carlos Eguia, en el Diario de Las Palmas, lo exaltaba en un artículo plegado y lisonjero.
En el terrero del periódico El Día, de Santa Cruz de Tenerife, también se bregó cuando el Instituto de Estudios Canarios, organismo fundado en 1932 y vinculado a la Universidad de La Laguna, puso el grito en el cielo, intentando incluso que el acuerdo se reconsiderase, pues no se les había invitado a personarse en la instrucción del expediente.
El propio Alcalde, asesorado por el secretario que iniciara el expediente y con el que se carteaba desde su retiro en La Laguna, intervino retando a aquella institución científica y docente que en su contra se alzaba dos años después de los hechos.
Tan soterradamente se les pasó la tramitación del expediente que los organismos regionales llamados a defender la historia y el patrimonio cultural y etnográfico se enteraron cuando aquello se había consumado. ¡Así de alerta andaban quienes silenciaron su cometido!
En la sede del cabildo insular se le dio solemnidad institucional al cambio logrado y en la iglesia parroquial se rezó, como no podía ser de otra manera, un rosario.
Y en la Explanada, que, por cierto, también ha olvidado el nombre de Domingo J. Manrique con el que antaño fue bautizada, se festejó aquel hito de nuestra historia local colocando algunas barricas de vino a las que acudían con sus recicladas latitas de leche condensada los que se enteraron que desde entonces su pueblo se llamaría de otro modo.

“El Pacífico” se hunde cerca del Puertito de Los Molinos, 1961

Nos lo contaba Juan José Felipe Lima en su crónica del día 23 de junio para el diario Falange: Se hunde un barco en las costas de Fuerteventura.
Se trataba de un pesquero familiar recientemente despachado en la Comandancia de Marina de Puerto del Rosario y que el día 19 de junio había salido del Puerto de La Peña, junto a la Playa de Ajuy, con cinco tripulantes a bordo.
La vía de agua que presagiaba el desastre fue descubierta a la altura de la Playa de Los Molinos, como a una media milla del litoral. La tripulación actuó frenética con bombas de achique y baldes pero no daban abasto. El barco estaba perdido.
El barquito era el único medio de vida de un grupo de pescadores que tenían puestas en él sus esperanzas, pues lo habían comprado no hacía mucho tiempo. Tenía 9,05 metros de eslora, 2,44 de puntal y 1,10 de manga, siendo patroneado por Juan Morales Méndez.
El cronista nos contaba que “el motor, de 16 A 24 caballos, funcionaba bien; estaban satisfechos con el resultado de la faena pues la pesca era abundante en la costa poniente de Fuerteventura”. Poco después se truncaron sus expectativas.
Tan pronto se inundó la sala de máquinas, el patrón mandó abandonar la nave, para lo que se arrió el único bote al que subieron tres marineros, los otros dos no tuvieron más remedio que nadar agarrados al mismo.
Al Puertito de Los Molinos recalaron chorreando los náufragos de “El Pacífico”: Juan Morales Méndez, Dámaso Santana Morera, Damián Santana Morera, Rafael Santana Torres y Eduardo Morera Morales. El Patrón y los marineros acudieron a dar cuenta del siniestro a la Autoridad Marítima de Puerto del Rosario.