martes, 15 de noviembre de 2011

Doña Emilia Miller Rodríguez

Apunte sobre la vida de una mujer en los orígenes de la propiedad del suelo de Puerto de Cabras.

Hija del legendario Diego Miller (1777-1854), de los primeros pobladores de Puerto de Cabras, doña Emilia tuvo la suerte, o la mala suerte, de casar con Isidro Camejo Falcón, de Tuineje, emparentado con Antonio Camejo Falcón, edil de aquel ayuntamiento del sur de Fuerteventura
Ella era pues, una privilegiada heredera de las muchas propiedades que pudo agenciar su padre, asentado aquí desde los albores de Puerto de Cabras. Hombre bien relacionado en el mundo comercial, institucional y social de la primera mitad del siglo XIX.
Isidro, por su parte, si bien ocupó la secretaria del Ayuntamiento de Puerto de Cabras y el cargo de factor de utensilios militares cuando se establecieron aquí las primeras fuerzas de guarnición de la plaza; el primero de ellos, seguramente por las buenas relaciones de Don Diego Miller; no era, como se suele decir, trigo limpio. De ahí la mala suerte que le cupo a doña Emilia casándose con este personaje: defraudador al ejército y dilapidador de buena parte de los bienes heredados por su mujer, y que puso mares por medio emigrando a la República del Uruguay, don de murió.
Y aquí se quedó la buena de doña Emilia cargada de hijos, de deudas y afrontando como pudo los embargos que le llegaban desde la Administración de Rentas del Estado, víctima de los desfalcos de su esposo.

Don Secundino Alonso Alonso era hijo de don José Alonso del Castillo y doña M.E. Alonso Ocampo; de Tetir, ella; oriundo de Antigua, el otro. De profesión propietario y, como entretenimientos, la política y la carpintería. Su relación con doña Emilia Miller tampoco parece que fuera del agrado de la señora. Simplemente lo soportó en silencio, afrontando la crianza de su prole. Pero carente la doña de personalidad jurídica para actuar en la testamentaría de don Diego Miller, su padre, después de pedir varias autorizaciones al juzgado para vender y agenciarse unos duros con que afrontar sus gastos familiares; apoderó a don Secundino tan ampliamente como en derecho y fuera de él se requería, para incrementar su patrimonio a costa de la desdichada mujer.
Más tarde, don Secundino militaba en el republicanismo federal de Franchy y Roca...

Con estos mimbres podemos cubrir buena parte de la historia de Puerto de Cabras en el último cuarto del XIX y primeras décadas del XX, en tanto que sus protagonistas ocuparon y se preocuparon de una buena parte del suelo de lo que hoy es ciudad de Puerto del Rosario. Los Registradores de la Propiedad, seguramente, la tendrán más que clara entre las dos o tres grandes fincas matrices de las que salieron las propiedades de la actual urbe.


Acerquémonos, por ejemplo, a la morada de doña Emilia Miller hacia 1875. Estaba en la calle de la Ascensión, primera paralela a la orilla del mar, en Puerto de Cabras, seguramente en la antigua casona que estaba donde hoy se levanta el consistorio capitalino. En todo caso, en aquella manzana, pues el propio Estado le embargó la trasera de aquella que daba, ni más ni menos, que al centro del pueblo, frente a la Iglesia, donde luego se levantaría la Delegación de Gobierno, en la década de 1950.
Era aquella, digo, una casa a tres calles y un callejón de acceso a la finca o rosa que se cultivaba a su espalda.
La de su padre, no lejos de allí, se encontraba dos calles más arriba, alejándonos de las riberas del mar; aunque entonces aquello eran fincas y nos moveríamos entre paredes, servidumbres y caños; en la calle San Roque, que más tarde se llamaría de Secundino Alonso. Y, más lejos, en las inmediaciones de la antigua DISA y actual Palacio de Congresos, tenía la famosa Rosa de Los Pozos. Fincas aquellas que posiblemente visitaran Olivia Stone y Miguel de Unamuno, cuando se refirieron a las casas de Don Secundino.
Por entonces no había muelle, y lo que daba el nombre de puerto no era más que la calita o playa principal que se abría entre dos mariscos, al abrigo de casi todos los vientos en la inmensa bahía de Cabras. Nos lo ilustra muy bien un mapa levantado en momentos de conflicto: el pleito por los límites jurisdiccionales entre Tetir y Puerto de Cabras. Un plano en el que podemos ver estas construcciones en su justa proporción: allá a lo lejos, junto al camino de Casillas, el Cementerio; junto al de El Matorral, la Rosa de Los Pozos; junto al de Tetir, las molinas del Domingo Ángel Adrián y de Luís Perdomo Ávila…
Importantes firmas comerciales y gentes de la aristocracia isleña levantaron sus casas en torno a aquella playa o embarcadero, que otra cosa no era el Puerto: se las veía de una y de dos plantas, junto a almacenes y lonjas, junto a garitos, tabernas, cantinas y cuartos que hacían de vivienda… Salirse de este reducido perímetro era entrar en la Costa del Puerto, topándose de inmediato con la capellanía de los Ocampo y con las inmensas propiedades de don Diego Miller, de Don Lázaro Rugama, de don Juan Martín, Domingo Rodríguez o de Cho Marcial Domínguez…

Allí se arrinconaba esta población ambiciosa que quería ser puerto, empujada desde tierra por los munícipes y grandes propietarios de Tetir y Casillas que, con buen ojo, estaban viendo suculentos negocios al amparo del desarrollo portuario.
En el pasado, el viejo Miller casó a su hija con el mentado Camejo, y buscando acomodar a su yerno, lo presentó a las autoridades militares como una joya, capaz de ocupar la secretaría del ayuntamiento y de hacerse cargo de sus muchas propiedades. Y en principio seguramente fue así, eran tantos los bienes del inglés que apenas notó los apaños que iba haciendo el marido de Emilia; y la buena señora con su permiso, cedió al ayuntamiento una buena porción de terreno para montar en él el antiguo cementerio, autorizó el paso de la carretera de Casillas por sus tierras, aún cruzando por encima de sus caños en Risco Prieto; pero también aquí sacó su tajadita el bueno de Isidro.
Lo de secretario del Ayuntamiento de Puerto de Cabras lo tenemos meridianamente claro a través de las actas capitulares que dictaba a su amanuense; de los padrones fiscales, de los padrones de riqueza, de los expedientes de quintas, si alguna vez aparecen…
Lo de factor de utensilios militares nos resulta más esquivo pues el asunto trascendió en expedientes judiciales y administrativos del Estado en cuyos archivos seguramente se podrá rastrear. Pero también por las notas de apremio y embargo que, al final, llegaron a casa de doña Emilia. Tan grandes debieron ser los montos que ya no pudo avalarlo su suegro, optando por despedirse a la francesa, sin un adiós: de Puerto de Cabras a Santa Cruz de Tenerife y, desde allí, ¡velas para que te quiero!, viajó a Montevideo, en la República del Uruguay, adonde tantos majoreros acudieron siempre huyendo del hambre,  de la persecución o para eludir condenas e impuestos abusivos.
Don Secundino, a la vez que prosperó en la política se fue cambiando lo de representante o apoderado de doña Emilia, por lo de dueño y señor de un emporio inmueble de los mayores que ha habido en este Puerto. Sus bienes repartiriánse, andando el tiempo, entre los sobrinos y don Aquilino, aquel conejero que le traía recuerdos de su juventud brava.
Aquellos acontecimientos transcurrieron en el último cuarto del siglo XIX, durante la Restauración, hubiese en España situaciones liberales o conservadoras; daba igual: el buen cacique arrendaba su clientela al mejor postor y hacía por la comunidad todo aquello que no se opusiera a sus intereses. En aquellos años se mordisqueó el terreno comunal cuya gestión habían heredado los ayuntamientos desde siempre. Son los años en que se mitiga el hambre de tierras de una burguesía emergente, tanto en Puerto de Cabras como en Tuineje-Gran Tarajal-Tuineje; que la otra, la del norte, ya se había solucionado prácticamente en su totalidad desde el siglo XVIII, con el coronelato que se perpetuó en los cien años siguientes.
Si es lo que yo les digo, la verdadera historia; la que algunos llaman intrahistoria, ya está escrita en las anotaciones del Registro de la Propiedad; allí si que se atisban todas las  veleidades que la frágil humanidad deja en su devenir. Y Puerto de Cabras, Fuerteventura toda, no se iba a escapar de ella.

… Y cuando las propiedades llegaban casi a las Montañas del Viso o de Las Atalayas, explotó la cuestión de límites jurisdiccionales y a estos y otros personajes de que hablaremos en otra ocasión debemos creer pues poca documentación se conserva por la costumbre antañona de incendiar, quemar o, en todo caso, desaparecer los archivos municipales. ¡Que sin papeles no hay testigos para la continuidad de las cosas o para torcerla! Y los viejos se van muriendo poco a poco y, con ellos, la memoria colectiva se desvanece.