viernes, 25 de noviembre de 2011

De Fuerteventura a Uruguay y Argentina. Apuntes sobre una emigración olvidada

La emigración olvidada de majoreros y conejeros hacia las repúblicas del Río de La Plata.
Apuntes sobre las expediciones que los habitantes de Fuerteventura y Lanzarote emprendieron en la primera mitad del siglo XIX; los segundos siguiendo la tradición de quienes, huyendo de las erupciones de los volcanes de Timanfaya (cien años antes, 1730-36), habían participado en la fundación de Montevideo.

A finales de abril de 1836 zarpaba de Canarias el bergantín-goleta “Lucrecia”, alias “Isabel II”, con casi medio millar de conejeros y majoreros, para llegar a principios de julio del mismo año al puerto de Buenos Aires.
Desde los procesos de independencia hasta entonces el gobierno de la antigua provincia del Río de la Plata autorizaba la inmigración de isleños para colonizar la banda oriental, y aunque las autoridades españolas no permitieron salidas hacia las repúblicas insurgentes, el canario logró emigrar de forma clandestina. Cayeron así, con frecuencia, en manos de empresarios desaprensivos que se comprometían a transportarlos en condiciones infrahumanas, a cambio de sus parcos bienes.
Consecuencia de la política migratoria española, como vimos restrictiva hacia las repúblicas independientes, quienes viajaron ocultaron o falsearon su destino en cuantos documentos notariales firmaron para costear sus pasajes; los armadores simplemente despachaban sus barcos hacia Cuba o Puerto Rico cuando, en realidad, tenían contratadas la partidas de colonos con comerciantes del Plata. Banderas y nombres de buques se cambiaron con frecuencia según navegasen en nuestros mares o en los americanos.



Los veleros de entonces coincidían en las aguas próximas al Archipiélago con los buques negreros portugueses que aún llevaban su carga humana desde el Golfo de Guinea hacia Cuba y los estados meridionales de Norteamérica.
Las embarcaciones solían conseguirse en las subastas que se remataban en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, las cuales, presurosamente reparadas, resultaban frágiles y vulnerables a los embates del mar, máxime cuando iban abarrotadas de colonos.
En las pasadas Jornadas de Estudios sobre Fuerteventura y Lanzarote presentamos una de estas expediciones comandada por el conejero Francisco Morales hacia el Río de la Plata en 1833, con el bergantín “Gloria”, a cuyo bordo viajaron cerca de 200 majoreros.
Antonio Morales, hermano de Francisco, que también participó en la de 1833, organizó esta otra expedición de 1836, a cuyo mando estaba el capitán Nicolás Cabrera y que, como veremos, se tornó en auténtico calvario para los isleños que transportó a Montevideo. La tradición familiar en estos negocios se remontaba a los años veinte del siglo XIX, en que se produjeron otras singladuras como la del bergantín “Océano”, en 1827.
La de 1836 siguió la misma pauta que en otras ocasiones, y se organizó adquiriendo el buque en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, donde se abanderó bajo pabellón español con el nombre “Lucrecia”; mientras, a través de “enganchadores”, se fueron contratando viajeros que pagaban su pasaje ya comprometiendo su trabajo en destino, pagándolo a los 8 ó 15 días de llegados o entregando sus bienes inmuebles a los intermediarios de Morales.
Se captaba fundamentalmente familias agricultoras a las que ofrecían la oportunidad de empezar una nueva vida en una fértil tierra. Ellos desconocían las vicisitudes políticas y bélicas del destino (Guerra contra el Imperio de Brasil por la banda oriental, configuración de la república insurgente...), con cambiantes actitudes frente a la inmigración, y cayeron deslumbrados en unas expectativas que luego se truncarían.
Morales había consignado la partida de colonos al comerciante Juan José Udaondo, quien aterrorizado por la enfermedad mental de aquel, hizo dejación de su compromiso de atender y dar auxilios de primera necesidad y manutención a los canarios, asumiendo tales funciones el Estado.
De las cuestiones de contrata y organización de la expedición daremos cuenta en las próximas Jornadas de Estudios sobre Lanzarote y Fuerteventura de 2001. Por ahora, conviene que nos acerquemos, de la mano de autores como Miguel Angel de Marco, a la situación en que llegaron los canarios a Argentina y Uruguay y cómo se adaptaron a la nueva situación.
Llegados a Buenos Aires, a principios de julio de 1836, fueron visitados por el doctor Justo García Valdéz, presidente del Tribunal de Medicina argentino, quien en un largo informe dice:
 “ Dos clases hay que considerar en estos colonos: los enfermos y los sanos. Los enfermos ascienden a noventa, poco más o menos. Entre éstos hay como unos cincuenta que merecen particular atención: cinco están atacados de tifus peligroso y el resto sufriendo diarreas, disenterías, hinchazón de piernas y grandes contusiones en las nalgas...” y prosigue en su informe: “Los que se llaman sanos están muy débiles, de mal color y expuestos a ser particípes de fiebre y demás dolencias que han sido endémicas durante la larga navegación, y todos los padecimientos que necesariamente ha debido producir el hambre y la imprudente acumulación de 423 individuos (se refiere al centro en que se metían las últimas expediciones) en un recinto solamente capaz de contener 200 personas”.
En estos primeros momentos estuvieron recluidos en “El Noviciado”, un convento que hacía de centro de retención y aislamiento, custodiados por una veintena de policías. Allí se les suministró alimento y camas; a las mujeres sanas sin hijos, se les obligó a cuidar de los vástagos cuyos padres enfermaron, y el 14 de julio se designó a algunos colonos para que atendiesen a sus compañeros; llegaban las medicinas y la situación parecía encauzarse.
Algunas personalidades del país empezaron a donar efectos y dinero para el socorro de las familias canarias, formándose así una corriente de simpatía hacia los isleños de La Recoleta.
Pero el 28 de julio, de nuevo la enfermedad; esta vez cayeron el pilotín del bergantín “Lucrecia”, dos practicantes y dos soldados, además de los sacerdotes recoletos que en el recinto les daban auxilio espiritual. Entonces recomendó el Tribunal de Medicina, alejar del monasterio a los canarios sanos, distribuyéndolos en varias secciones para que trabajasen alejados de la infección del lugar, conduciendo a los demás enfermos a los hospitales.
Sin embargo, las dificultades para conseguirles trabajo hicieron que el gobernador Rosas tomase la determinación el 20 de agosto, de enviar a todos los isleños sanos a la isla Martín García, situada frente a la desembocadura del río Uruguay, donde había guarnición militar y presidio; embarcaron el día 23 y, tras superar una epidemia de viruela algunas familias se acomodaron en el país, mientras los solteros pasaron a formar parte de los ejércitos enfrascados en una guerra que enfrentaba a federales y unitarios; muchos otros cruzaron el estuario del Plata para acomodarse en Montevideo (allí podemos seguir a los que ingresaron como enfermos pobres en el Hospital de la Caridad).
Mientras el gobernador Rosas condecoraba a quienes hicieron posible la rehabilitación de los inmigrantes de La Recoleta y de la isla Martín García, imponiéndoles una medalla en la que se leía “salvó a sus semejantes con riesgo de su vida/ 1836- Canarios a punto de perecer”, Antonio Morales le escribía manifestando que el traslado de los inmigrantes lo dejaría en la ruina y proponía ubicar todas las familias en la chacra Fidel Casati, al noroeste de Buenos Aires; el archivo de su demanda alejó a los Morales del tráfico de colonos, lo que no supuso, en absoluto, el cese de esta corriente migratoria.
Juan María Pérez, empresario criollo y Ministro en la República Oriental del Uruguay tomaba el relevo constituyendo lo que Nelson Martínez Díaz denominaba  “Sociedad para el transporte de Colonos”, cuyas relaciones con Canarias encontraba representantes en la familia Arata, de Lanzarote y Vensano, de Santa Cruz de Tenerife; uniendo nuestro Archipiélago con Cádiz y América navegaba el bergantín “Indio Oriental”, entre otros buques.
Entre 1835 y 1842 llegaron, tan solo a Uruguay, 8.200 canarios; en 1841, 3.776 a Venezuela y en 1842, 1.568 a la misma república.
La emigración canaria estuvo restringida a Puerto Rico, Cuba y Filipinas hasta 1853, por lo que todas las expediciones anteriores con destino a las repúblicas del Plata, fueron clandestinas, aunque consentidas por autoridades españolas que hicieron la vista gorda ante el flujo de emigrantes y las denuncias del trato inhumano a que eran sometidos durante los viajes.

Nuestros emigrantes cruzaron el Atlántico con destino a esta parte de América desde muy antiguo; ya estuvieron presentes en fechas próximas a las expediciones fundacionales de Montevideo a principios del siglo XVIII, aunque, de forma masiva, acompañados de mujeres e hijos y pertrechados con sus aperos de labranza, lo hicieron en la primera mitad del siglo XIX, en cuyo flujo se mantuvo creciente desde entonces.
Quizás las más arriesgadas expediciones salieron hacia el Río de la Plata en la década de 1820, en momentos cercanos a la guerra de independencias de aquellas colonias, circunstancia que motivó el que muchos capitanes dejaran a sus colonos en Río de Janeiro. En tales casos el cobro del importe de los pasajes se hacía casi imposible pues los contratadores estaban en zona de litigio y muchos de los canarios que llegaban al estuario del Plata, al ser alistados en uno y otro ejército, no volvían a las estancias y vaquerías que les habían buscado los organizadores del viaje para el reintegro del importe de los billetes.
Así vemos como los transportistas de colonos encargaban a los de posteriores expediciones el cobro de deudas pendientes, caso de Policarpo Medinilla en la goleta “General La Buria”, que al dejar su pasaje en Río de Janeiro, no pudo cobrar.
Más tarde, en 1834, el gobierno de la República Oriental del Uruguay dictó normas que preveían la asignación de recursos económicos para estimular la inmigración; Jorge Tornsquist y Samuel Fisher Lafone presentaron proyectos para llevar población vasca, navarra y canaria. Juan María Pérez, después, hizo lo propio y a él y a sus delegados en los puertos uruguayos se consignaron gran parte de las expediciones de las décadas de 1830 y 1840, pues, no en vano, había presentado a aquel gobierno un proyecto de colonización a gran escala a través de la compañía antes citada, que mantenía conexiones con autoridades e instituciones isleñas y contactos locales para la recluta de colonos.

Algunas expediciones, sin embargo, no alcanzaron su destino, pues los capitanes, al conocer la guerra en las provincias del Plata, optaron, como vimos, por desembarcarlos en Río de Janeiro (Brasil); fue el caso de Policarpo Medinilla y Agustín González Brito. Otros colonos, con peor suerte, encallaron en Cabo Verde, caso de los bergantines de Juan Bachicha y Mariano Estinga, de 1826 y 1836, respectivamente. Este último desembarcó el pasaje en la Isla de La Sal (Cabo Verde) y allí estuvieron cuatro meses para reanudar el viaje. Más tarde fue la polacra “Leonor”, del armador Juan Bautista Vensano, la que se abrió cerca de aquel archipiélago, pereciendo la mayor parte de los pasajeros.

El riesgo de despoblamiento de las islas de Lanzarote y Fuerteventura estuvo presente en denuncias como la elevada al Congreso Nacional por el Administrador de Rentas Nacionales de Lanzarote, en marzo de 1838. En el diario “El Atlante”, se criticó abiertamente el papel monopolista que ejercían los representantes de Juan María Pérez, sobrecargando el bergantín “Indio Oriental” que acudía con regularidad a recoger colonos.
Quienes evitaron la expatriación aprovecharon la ocasión para incrementar un patrimonio que ya se acrecentaba en los remates de los procesos desamortizadores y que configuraron una estructura de propiedad que llegó hasta nuestros días.

Estos son algunos de los majoreros que salieron en varias de las expediciones con destino a Río de la Plata, su procedencia, el barco y el año en que viajaron:

Apellidos y nombre
Procedencia
Barco
Año
ACOSTA, JOAQUIN DE
VEGA RIO PALMAS
URUGUAY
1838
ALVAREZ, ANDRES
¿
LUCRECIA
1836
ALVAREZ, JOSE
?
BELLA JULIA
1838
ANDUEZA, ANTONIO
CASILLAS DEL ANGEL
BELLA JULIA
1838
BARRETO, FRANCISCO
?
JOSEFINA
1825
BARRETO, SALVADOR
?
GENERAL LA BURIA
1820-25 ?
BETANCOURT, AGUSTIN (CLERIGO)
TETIR
?
1815-16
CEDRES, MARIA
TETIR
GLORIA
1833
GARCIA BATISTA, (FAMILIA)
LA OLIVA
URUGUAY
1838
GUILLEN, ANTONIO
TINDAYA
LOS TRES AMIGOS
1836
LEMES, PATRICIO
TRIQUIVIJATE
LA MAGDALENA
1838
LEON, TOMAS DE
PUERTO CABRAS
BELLA JULIA
1838
MACHIN, VICENTE
VILLAVERDE
LOS TRES AMIGOS
1836
MEDINA, RAFAEL
?
OCEANO
1827
MENA, JUAN JOSE
?
OCEANO
1827
MENDEZ, POLICARPO
VILLAVERDE
OCEANO
1827
MOYATO, DOMINGO LORENZO
TESJUATES
GLORIA
1833
OLIVA, PEDRO
?
BELLA JULIA
1838
RAMIREZ, PEDRO
CASILLAS DEL ANGEL
URUGUAY
1838
RAMOS, JOSE
TETIR
URUGUAY
1838
RODRIGUEZ, MARCIAL
?
GENERAL LA BURIA
1820-25 ?
RODRIGUEZ, PEDRO
VILLAVERDE
OCEANO
1827
ROMAN, MARIA, VDA DE FCO BELLO
VILLAVERDE
VELOZ MARIANA
1833
RUIZ PERDOMO, JOSE
BETANCURIA
URUGUAY
1838
RUIZ SANCHEZ, LUIS
VALLE STA INES
LOS TRES AMIGOS
1836
SEGREDO VIERA, BARTOLOME
CASILLAS DEL ANGEL
GLORIA
1833
TORRES, MANUEL
VALLEBRON
LOS TRES AMIGOS
1836
UMPIERREZ, DOMINGO
TEFIA
LOS TRES AMIGOS
1836
ZERPA GONZALEZ, ISIDRO
TETIR
GLORIA
1833
ZERPA, DIEGO JOSE
BETANCURIA
URUGUAY
1838

Orientaciones para el estudio genealógico de estos viajeros.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Juan Camejo Miller y sus apuntes (entre realidad y ficción)




Historiar es muchas veces identificarse con los hechos que estudiamos quienes gustamos de evocar asuntos pasados, con la forma de narrarlos. Hacer la historia es un poco eso, aventurarse en hipótesis, dar rienda suelta a una imaginación que, muchas veces, empatiza con quienes protagonizan el suceso pretérito, haciéndonos pasar del rigor a la cuasi fantasía. Este es el caso.
Yo andaba cargado de papeles, de un sitio para otro, buscando mesa y asiento donde consultar el tema que me traía al archivo… Que no había otro sitio -me dijeron- porque la sala de investigadores estaba ocupada por un cúmulo de cajas de libros recién editados por la institución. Bastante nervioso y agobiado por aquella carga no pude mantener el equilibrio, cayendo al suelo dos legajos de entre los cuales se deslizó un cuadernillo no muy voluminoso.
En mi deambular escuché a dos personas que supuse arqueólogos por el tema que trataban: habían encontrado un pecio en que se adivinaban distintos cañones de lo que podía ser un barcos del siglo XVIII.
En el rinconcito que por allí encontré, continuamente mirado por la funcionaria vigilante, pude sentarme y entre mis rodillas y el suelo compartí las carpetas que me traía: Recaudación ejecutiva del muy ilustre ayuntamiento de La Oliva, 1890-1900. Tal era el título que identificaba a la que se descosió, dejando caer aquel cuadernillo que me apresuré a leer.
Bueno, al menos intenté leerlo, porque, de entrada, me lo impedía una nota cosida que envolvía todo el documento: se trataba de una hoja del periódico La Provincia, de 28 de mayo de 1912 con la siguiente anotación: “Entre los papeles del señor Juan Camejo Miller, recaudador de La Oliva, apareció este recorte de prensa.- Rubricado, El Archivero”.
El artículo señalado se refería a un cierto tesoro:
“…en sueños. Desde hace varios días, varias personas se han dedicado a buscar un tesoro en una playa de esta isla, trabajando sin resultado hasta el presente. El sitio fue señalado por una vecina…”
Y a esta hoja de periódico se unía el puñado de folios escritos por el propio recaudador olivense, donde confesaba que la vecina que apuntó el lugar en que debía excavarse para buscar las monedas era doña Bernarda Hernández, natural de Tetir y residente en Puerto de Cabras… septiembre de 1912.
Fue el dato somero que al archivero de la institución le hubiera gustado ceder a los arqueólogos que con él seguían hablando: Que ellos se  encargarían -les oí decir- de las prospecciones que se hicieron por tierra y por mar; en la cueva del dinero y en el entorno del Bajo de La Burra, muy próximo a lo que la toponimia denomina Caleta del Barco, entre Corralejo y El Cotillo.
[continuará]

martes, 15 de noviembre de 2011

Doña Emilia Miller Rodríguez

Apunte sobre la vida de una mujer en los orígenes de la propiedad del suelo de Puerto de Cabras.

Hija del legendario Diego Miller (1777-1854), de los primeros pobladores de Puerto de Cabras, doña Emilia tuvo la suerte, o la mala suerte, de casar con Isidro Camejo Falcón, de Tuineje, emparentado con Antonio Camejo Falcón, edil de aquel ayuntamiento del sur de Fuerteventura
Ella era pues, una privilegiada heredera de las muchas propiedades que pudo agenciar su padre, asentado aquí desde los albores de Puerto de Cabras. Hombre bien relacionado en el mundo comercial, institucional y social de la primera mitad del siglo XIX.
Isidro, por su parte, si bien ocupó la secretaria del Ayuntamiento de Puerto de Cabras y el cargo de factor de utensilios militares cuando se establecieron aquí las primeras fuerzas de guarnición de la plaza; el primero de ellos, seguramente por las buenas relaciones de Don Diego Miller; no era, como se suele decir, trigo limpio. De ahí la mala suerte que le cupo a doña Emilia casándose con este personaje: defraudador al ejército y dilapidador de buena parte de los bienes heredados por su mujer, y que puso mares por medio emigrando a la República del Uruguay, don de murió.
Y aquí se quedó la buena de doña Emilia cargada de hijos, de deudas y afrontando como pudo los embargos que le llegaban desde la Administración de Rentas del Estado, víctima de los desfalcos de su esposo.

Don Secundino Alonso Alonso era hijo de don José Alonso del Castillo y doña M.E. Alonso Ocampo; de Tetir, ella; oriundo de Antigua, el otro. De profesión propietario y, como entretenimientos, la política y la carpintería. Su relación con doña Emilia Miller tampoco parece que fuera del agrado de la señora. Simplemente lo soportó en silencio, afrontando la crianza de su prole. Pero carente la doña de personalidad jurídica para actuar en la testamentaría de don Diego Miller, su padre, después de pedir varias autorizaciones al juzgado para vender y agenciarse unos duros con que afrontar sus gastos familiares; apoderó a don Secundino tan ampliamente como en derecho y fuera de él se requería, para incrementar su patrimonio a costa de la desdichada mujer.
Más tarde, don Secundino militaba en el republicanismo federal de Franchy y Roca...

Con estos mimbres podemos cubrir buena parte de la historia de Puerto de Cabras en el último cuarto del XIX y primeras décadas del XX, en tanto que sus protagonistas ocuparon y se preocuparon de una buena parte del suelo de lo que hoy es ciudad de Puerto del Rosario. Los Registradores de la Propiedad, seguramente, la tendrán más que clara entre las dos o tres grandes fincas matrices de las que salieron las propiedades de la actual urbe.


Acerquémonos, por ejemplo, a la morada de doña Emilia Miller hacia 1875. Estaba en la calle de la Ascensión, primera paralela a la orilla del mar, en Puerto de Cabras, seguramente en la antigua casona que estaba donde hoy se levanta el consistorio capitalino. En todo caso, en aquella manzana, pues el propio Estado le embargó la trasera de aquella que daba, ni más ni menos, que al centro del pueblo, frente a la Iglesia, donde luego se levantaría la Delegación de Gobierno, en la década de 1950.
Era aquella, digo, una casa a tres calles y un callejón de acceso a la finca o rosa que se cultivaba a su espalda.
La de su padre, no lejos de allí, se encontraba dos calles más arriba, alejándonos de las riberas del mar; aunque entonces aquello eran fincas y nos moveríamos entre paredes, servidumbres y caños; en la calle San Roque, que más tarde se llamaría de Secundino Alonso. Y, más lejos, en las inmediaciones de la antigua DISA y actual Palacio de Congresos, tenía la famosa Rosa de Los Pozos. Fincas aquellas que posiblemente visitaran Olivia Stone y Miguel de Unamuno, cuando se refirieron a las casas de Don Secundino.
Por entonces no había muelle, y lo que daba el nombre de puerto no era más que la calita o playa principal que se abría entre dos mariscos, al abrigo de casi todos los vientos en la inmensa bahía de Cabras. Nos lo ilustra muy bien un mapa levantado en momentos de conflicto: el pleito por los límites jurisdiccionales entre Tetir y Puerto de Cabras. Un plano en el que podemos ver estas construcciones en su justa proporción: allá a lo lejos, junto al camino de Casillas, el Cementerio; junto al de El Matorral, la Rosa de Los Pozos; junto al de Tetir, las molinas del Domingo Ángel Adrián y de Luís Perdomo Ávila…
Importantes firmas comerciales y gentes de la aristocracia isleña levantaron sus casas en torno a aquella playa o embarcadero, que otra cosa no era el Puerto: se las veía de una y de dos plantas, junto a almacenes y lonjas, junto a garitos, tabernas, cantinas y cuartos que hacían de vivienda… Salirse de este reducido perímetro era entrar en la Costa del Puerto, topándose de inmediato con la capellanía de los Ocampo y con las inmensas propiedades de don Diego Miller, de Don Lázaro Rugama, de don Juan Martín, Domingo Rodríguez o de Cho Marcial Domínguez…

Allí se arrinconaba esta población ambiciosa que quería ser puerto, empujada desde tierra por los munícipes y grandes propietarios de Tetir y Casillas que, con buen ojo, estaban viendo suculentos negocios al amparo del desarrollo portuario.
En el pasado, el viejo Miller casó a su hija con el mentado Camejo, y buscando acomodar a su yerno, lo presentó a las autoridades militares como una joya, capaz de ocupar la secretaría del ayuntamiento y de hacerse cargo de sus muchas propiedades. Y en principio seguramente fue así, eran tantos los bienes del inglés que apenas notó los apaños que iba haciendo el marido de Emilia; y la buena señora con su permiso, cedió al ayuntamiento una buena porción de terreno para montar en él el antiguo cementerio, autorizó el paso de la carretera de Casillas por sus tierras, aún cruzando por encima de sus caños en Risco Prieto; pero también aquí sacó su tajadita el bueno de Isidro.
Lo de secretario del Ayuntamiento de Puerto de Cabras lo tenemos meridianamente claro a través de las actas capitulares que dictaba a su amanuense; de los padrones fiscales, de los padrones de riqueza, de los expedientes de quintas, si alguna vez aparecen…
Lo de factor de utensilios militares nos resulta más esquivo pues el asunto trascendió en expedientes judiciales y administrativos del Estado en cuyos archivos seguramente se podrá rastrear. Pero también por las notas de apremio y embargo que, al final, llegaron a casa de doña Emilia. Tan grandes debieron ser los montos que ya no pudo avalarlo su suegro, optando por despedirse a la francesa, sin un adiós: de Puerto de Cabras a Santa Cruz de Tenerife y, desde allí, ¡velas para que te quiero!, viajó a Montevideo, en la República del Uruguay, adonde tantos majoreros acudieron siempre huyendo del hambre,  de la persecución o para eludir condenas e impuestos abusivos.
Don Secundino, a la vez que prosperó en la política se fue cambiando lo de representante o apoderado de doña Emilia, por lo de dueño y señor de un emporio inmueble de los mayores que ha habido en este Puerto. Sus bienes repartiriánse, andando el tiempo, entre los sobrinos y don Aquilino, aquel conejero que le traía recuerdos de su juventud brava.
Aquellos acontecimientos transcurrieron en el último cuarto del siglo XIX, durante la Restauración, hubiese en España situaciones liberales o conservadoras; daba igual: el buen cacique arrendaba su clientela al mejor postor y hacía por la comunidad todo aquello que no se opusiera a sus intereses. En aquellos años se mordisqueó el terreno comunal cuya gestión habían heredado los ayuntamientos desde siempre. Son los años en que se mitiga el hambre de tierras de una burguesía emergente, tanto en Puerto de Cabras como en Tuineje-Gran Tarajal-Tuineje; que la otra, la del norte, ya se había solucionado prácticamente en su totalidad desde el siglo XVIII, con el coronelato que se perpetuó en los cien años siguientes.
Si es lo que yo les digo, la verdadera historia; la que algunos llaman intrahistoria, ya está escrita en las anotaciones del Registro de la Propiedad; allí si que se atisban todas las  veleidades que la frágil humanidad deja en su devenir. Y Puerto de Cabras, Fuerteventura toda, no se iba a escapar de ella.

… Y cuando las propiedades llegaban casi a las Montañas del Viso o de Las Atalayas, explotó la cuestión de límites jurisdiccionales y a estos y otros personajes de que hablaremos en otra ocasión debemos creer pues poca documentación se conserva por la costumbre antañona de incendiar, quemar o, en todo caso, desaparecer los archivos municipales. ¡Que sin papeles no hay testigos para la continuidad de las cosas o para torcerla! Y los viejos se van muriendo poco a poco y, con ellos, la memoria colectiva se desvanece.